Fuente: Blog de Héctor Velis Meza
Me abruma una sensación de incertidumbre, que nace de algunas experiencias aisladas.
Me abruma una sensación de incertidumbre, que nace de algunas experiencias aisladas.
Hace algunos meses comencé a tener problemas para cruzar los pórticos del Metro. Mi tarjeta no era aceptada, pese a que siempre tenía una carga suficiente de dinero. Traté de que me la cambiaran, pero los cajeros de las estaciones se negaron, porque después que le sacaban brillo con la manga, la tarjeta volvía a funcionar. Yo, agradecido, seguía mi viaje, hasta que retornaba al Metro y otro cajero se daba el trabajo de limpiar mi tarjeta. Tras dos semanas de limpiezas intensas, me vi en la obligación de tomar una decisión: o comprarme un trapo amarillo de aseo y llevarlo a todas partes o comprar otra tarjeta. Le perdí el afecto a unos pocos pesos y opté por la segunda alternativa, porque la del trapo no me pareció que tenía categoría. A la semana volvieron los problemas y hoy, pese a los esfuerzos que hago, algunos pórticos definitivamente no me dejan cruzar ni con la tarjeta antigua ni con la nueva. He pensado en llevar las tarjetas a una lavandería, pero me parece un exceso. Creo que no debería haber comprado una nueva. Me parece que la solución es darle un mantenimiento adecuado a los pórticos.
Continúo. La semana pasada pretendí sacar dinero de un cajero automático. Partí en Huérfanos, al llegar a Mac Iver. Después de visitar seis de ellos, sin que ninguno me reconociera mi tarjeta de red-compra, llegué a uno de Monjitas con José Miguel de la Barra, donde por fin conseguí mi objetivo. Lo más insólito, es que en uno de Miraflores divisé a una señora zamarreando el cajero de igual manera como lo hacen algunas personas cuando el teléfono público no devuelve la ficha. A ése no me atreví a entrar. También encontré un par que tenían pegado un papel con scotch en el que decía “fuera de servicio”. Después de esta experiencia volví a evaluar la adquisición de un trapito.
Sigo. El fin de semana, como soy rápido para comprar, me dirigí a una multitienda con nombre de capital de país europeo y adquirí una aspiradora. La vendedora demoró algunos minutos en atenderme, pero la persona que me hizo la factura me tuvo media hora esperando el documento. En ese lapso, que se hizo eterno, un contingente de funcionarios hizo de todo para que el computador de marras imprimiera mi nombre en la factura, pero éste se negaba porfiadamente a hacerlo. Cuando desistí de la compra, parece que el ordenador se dio cuenta de que iban a perder el cliente y se dignó registrar mi gracia, como se decía antiguamente. Claro que el sistema funcionó cuando llegó la jefa máxima y advirtió que sus subalternos se habían saltado una etapa del procedimiento, que era el que “guardaba” los datos del comprador.
Chile pretende ser un país moderno, pero la modernidad también es consecuencia del mantenimiento de los “fierros” y la capacitación permanente del personal que los utiliza.
Continúo. La semana pasada pretendí sacar dinero de un cajero automático. Partí en Huérfanos, al llegar a Mac Iver. Después de visitar seis de ellos, sin que ninguno me reconociera mi tarjeta de red-compra, llegué a uno de Monjitas con José Miguel de la Barra, donde por fin conseguí mi objetivo. Lo más insólito, es que en uno de Miraflores divisé a una señora zamarreando el cajero de igual manera como lo hacen algunas personas cuando el teléfono público no devuelve la ficha. A ése no me atreví a entrar. También encontré un par que tenían pegado un papel con scotch en el que decía “fuera de servicio”. Después de esta experiencia volví a evaluar la adquisición de un trapito.
Sigo. El fin de semana, como soy rápido para comprar, me dirigí a una multitienda con nombre de capital de país europeo y adquirí una aspiradora. La vendedora demoró algunos minutos en atenderme, pero la persona que me hizo la factura me tuvo media hora esperando el documento. En ese lapso, que se hizo eterno, un contingente de funcionarios hizo de todo para que el computador de marras imprimiera mi nombre en la factura, pero éste se negaba porfiadamente a hacerlo. Cuando desistí de la compra, parece que el ordenador se dio cuenta de que iban a perder el cliente y se dignó registrar mi gracia, como se decía antiguamente. Claro que el sistema funcionó cuando llegó la jefa máxima y advirtió que sus subalternos se habían saltado una etapa del procedimiento, que era el que “guardaba” los datos del comprador.
Chile pretende ser un país moderno, pero la modernidad también es consecuencia del mantenimiento de los “fierros” y la capacitación permanente del personal que los utiliza.
Me tomé la libertad de sacarlo desde el blog porque esto es algo que a todos no ha sucedido... o no?
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